A pesar de haber sido diagnosticada con melanoma, mi historia tuvo un final feliz. Tengo una marca en el brazo que me lo recuerda cada día.
En 2017 mi vida cambió. En una visita al dermatólogo, de esas para las que nunca tenía tiempo, me sugirieron sacar un lunar sospechoso. Ingresé al quirófano. Al mes, la sospecha se convirtió en certeza. “Diagnóstico: melanoma”. Mi vida entró en pausa. De repente, me convertí en una paciente oncológica. Sí, tenía cáncer de piel.
Además de mi familia y seres queridos, me acompañaron miedos, incertidumbre, y muchas preguntas. Es que los melanomas tienen una gran capacidad para diseminarse, y si hacen metástasis, pueden ser fatales. Fueron tiempos difíciles.
Me explicaron que debían volver a operarme; reabrir la zona para “ampliar márgenes” y asegurarnos de que no hubieran quedado células cancerígenas; y extirpar algunos ganglios de la axila derecha para saber si el tumor ya había hecho metástasis (porque en mi caso tenía infiltración). Entré a quirófano por segunda vez.
A los días supe que los ganglios no estaban tomados y la zona del melanoma, “limpia”. Ya me encontraba a salvo. De a poco sentí que volvía a ser yo. En realidad, debo confesar que nunca más volví a ser la misma. Porque estas cosas te cambian la mirada y te dan vuelta prioridades.
Hoy me quedan controles de por vida y una cicatriz en mi brazo derecho: el "tatuaje" que me recuerda que se puede sanar si actuamos a tiempo.
Pasé a otra etapa y puedo dar mi testimonio. Mi historia tuvo un final feliz. Mi consejo es que controlemos nuestros lunares cada año, para prevenir/detectar el cáncer de piel. Porque una vez más, es el diagnóstico a tiempo el que hace la diferencia.